Que parezca una opinión
¿Cómo enfrentar la destilación constante de mentiras, odio y desprecio de la prensa de derecha?
Hasta hace algún tiempo era todavía posible leer a la prensa de derecha o centroderecha, o ver sus programas de TV. De un tiempo a esta parte se ha vuelto una empresa de improbable y mortificante realización. La destilación de mentiras, odio, desprecio, sesgos e impermeabilidad a todo argumento se ha vuelto sistemática y constante, casi sin fisuras. Sobresale la unanimidad con que tales propósitos se reproducen en un amplio abanico de voces, medios, firmas intelectuales, de periodistas y otras figuras públicas. Ejercen el derecho de expresarse libremente en una sociedad democrática, dicen. Presumen de opinar. Es indiferente que el propósito de opinar en público se suponga destinado a ejercer alguna determinación conversacional. En cambio, hay un deterioro sistemático de todo contexto de intercambio. El efecto planificado es la difamación sistemática, la irrisión programada. Volvemos a un asunto decisivo de la convivencia entre quienes exponen diferencias. No pensemos necesariamente en lo que llamamos democracia. La palabra está fuertemente desgastada, sustituida por república, por procedimientos judiciales y por el predominio de las prácticas difamatorias que aquí nos ocupan. Pensemos en cualquier conversación incluso entre enemigos bélicos que negocian la rendición de una de las partes. No la imaginaríamos habitada por insultos y mentiras si es que la consideráramos como una conferencia con arreglo a un resultado consentido. Esa es una palabra necesaria para lo aquí considerado: consentimiento. Cuando no hay consentimiento lo que tendremos a la vista es un abuso, una situación de violencia simbólica, en el mejor de los casos. Es en lo que ha devenido gran parte de la comunicación pública de las derechas y centro derechas en nuestro país. Con altibajos, en estos días de manera exasperada, se incentivan efectos destructivos del lazo social en el peor momento de una calamidad cuya característica decisiva es su consecuencia deletérea sobre el propio lazo social. Los acontecimientos epidémicos imponen un estado de caos, de disolución vincular, de incertidumbres inasimilables. Se promueven en tales situaciones condiciones de pánico, violencia social, inculpaciones expiatorias, euforias sustitutivas, derivas autoritarias, desamparo masivo. En situación de pandemia, todo ello magnificado de modo inconcebible.
Interesa aquí la acción destructiva de todo intercambio conversacional: el abuso no se ejerce sólo sobre la otra parte política o institucional sino sobre el público, sin perjuicio de que se termina propiciando un escenario especular en el que la otra parte no atina más que a defenderse de manera simétrica en ocasiones, o se reduce al silencio, o presenta un conformismo atónico.
No es nueva la condición por la cual los antagonismos entre clases y grupos sociales se dirimen de manera difamatoria, mediante violencia injuriosa y abusiva como método. Tales situaciones pueden ser precedentes de conflictos agravados o emergencia de golpes de Estado autoritarios, así como desenvolvimiento de nuevas formas de fascismo. (La variante fascista incorpora, además de “que parezca una opinión”, “que parezca un chiste”.) ¿Cómo puede defenderse la sociedad ante tales agresiones? Al menos valdría formular tal interrogante en la medida en que una defensa tal no debería agravar ni ignorar el daño en lugar de reducirlo.
Años de institucionalidad democrática y vigencia alegada de derechos humanos han dado lugar al desarrollo de herramientas dedicadas a reducir el daño ocasionado por la propensión abusadora con que ciertos núcleos opresores afirman su predominio. Llamarlos opresores, ¿desalienta superar el conflicto? Es posible. Ese es uno de los debates pertinentes. ¿Qué se les demanda a quienes consideramos opresores o explotadores para que designemos a la coexistencia como institucionalmente democrática? Además de tantas otras condiciones contempladas por los plexos constitucionales normativos, sólo querríamos anotar ahora algunas observaciones acerca de ciertas prácticas discursivas.
Es sabido que la vigencia de las garantías constitucionales y de los derechos humanos no admite una tutela por alguna agencia situada por encima del lazo social para garantizarlo. Concurrimos a la autorregulación de una conversación posible, una de cuyas modalidades hace tiempo establecidas en las sociedades modernas, entre muchas otras, reside en los derechos sindicales y de huelga. Para tomar este caso, ya desde hace muchísimos años, toda manifestación callejera, de tipo sindical o de huelga es motivo para esos medios de comunicación de ejercer los modos abusadores referidos. Nunca es relevante qué demandas se levantan desde el trabajo, sino sólo encolerizar a transeúntes, pasajeros, automovilistas y audiencias por el “caos” suscitado. En ello caen incluso pantallas autopercibidas como progresistas. Un canal nacional de televisión de reciente creación, vinculado con dirigencias gremiales, por fin, por primera vez, probablemente en décadas, ofrece un contraste ejemplar en este sentido (aunque su pantalla esté compuesta –de modo paradójico– por una bella juventud blanca).
Entre las herramientas institucionalmente democráticas orientadas a prevenir o poner en tela de juicio los abusos se cuentan varias que cada vez que intervienen son sometidas a un destrato masivo por parte de estas voces intempestivas, que cada vez les atribuyen a esas agencias (desprovistas de toda atribución fiscalizadora) consecuencias censoras y punitivas que en cada ocasión deben ser desmentidas, de modo que se neutraliza la utilidad requerida. Es como si se les dijera: si no nos van a censurar o castigar para que podamos considerar liquidada la libertad de expresión por sus perversas y aviesas intenciones, cállense, y mejor desaparezcan porque no tienen ningún propósito válido. Así, cada vez que esas agencias intervienen, se ven obligadas a aclarar que no están facultadas para tomar medida alguna sino que sólo exponen recomendaciones. Logra el abuso una vicaria confesión de parte, que deshace lo dicho en una anécdota insustancial sepultada por el vocerío difamatorio.
¿Qué fin persigue esta misma discusión? El problema reside en que nos dejemos persuadir por las derechas acerca de eso mismo que dicen, que si no procedemos de alguna manera simétrica (que es lo que buscan provocar) entonces no hay nada que hacer. No pensamos así de paliativos que practicamos en términos alimentarios y sociales, que no modifican estructuralmente las relaciones de poder pero atenúan los daños, y siempre adherimos a todo lo que amplíe esos derechos sociales. Sin embargo, respecto del sistemático abuso simbólico, discursivo y mediático parece que no hubiera nada concreto o eficaz que proponer. Tocar estos temas parece inadecuado, como si en el fondo les diéramos la razón a los adversarios. Según ese temperamento habría que hacer caso omiso de todo esto y dedicarnos a otros problemas. En este sentido, en los últimos años han sido ejemplares los movimientos feministas, que consiguieron después de décadas… y siglos de impunidad que ciertos actos, ciertas palabras, ciertos gestos sean considerados como algo que no debe consentirse. Recordemos hace cuán poco todavía se pretendía que el presunto llamado “piropo” fuera un acto intangible e inocente –hasta poético– mientras no implicara consecuencias físicas. Se requiere un cambio homólogo en lo concerniente a las expresiones públicas; dejarnos de suponer que las prácticas políticas se vinculan con luchas por ampliar derechos humanos (sociales, animales, ambientales, claro) desde una imaginaria e irreal exterioridad, mientras en su propio núcleo se consiente con asimilar pasivamente violencias que en esos otros campos sociales –por ejemplo el feminismo, el racismo– han adquirido un estatuto ostensible de ilegitimidad y devinieron motivo reconocido de repudio.
El cambio requerido debe comenzar por considerar pertinente este debate. No puede indefinidamente quedar al arbitrio de la vulnerabilidad y los recursos de cada persona o de cada grupo. Y para ello es necesario ponderar el daño. Es necesario discutir, al menos a partir de un plano conjetural e interpretativo, cuánto determinó la intemperie ocasionada por el abuso sistemático de las derechas y centro derechas, el retraimiento de múltiples voces populares, e incluso propició sus derivas a sumarse al coro del improperio y la acusación, o aun al consentimiento pasivo con ello. Tampoco habría que distraerse, ¡en modo alguno!, de que, no obstante el perjuicio inherente a la prisión, el principal beneficio para las derechas obtenido por el llamado lawfare sobre figuras políticas y sociales atribuidas al kirchnerismo no es el castigo propinado a cada persona sino el efecto difamatorio irradiado sobre la sociedad. Es así, desde la detención infamante con el casquito y los medios, hasta la cantilena diaria sobre las personas monstruosas tras las rejas, en número que habría que ampliar (¿hasta campos de concentración imaginarán?) y las lamentaciones porque las prisiones devengan domiciliarias o concluyan en libertades provisionales. Todo ello sin abstenerse de espiar a las personas así damnificadas y a sus asistencias letradas. Y todo ello, también, sin mayores tropiezos en el contexto general y frente a la atonía estuporosa de la propia parte.
En estas últimas semanas asistimos al nacimiento de una versión con intenciones de instalarse para siempre, para que generaciones futuras repitan, como antaño, que los negros levantaban el parquet para hacer el asado, ahora con una nueva historia: además de corrupción, bolsos, decadencia nacional, dictaduras sindicales y provinciales, destrucción de la educación, además de todo eso ya consabido: se roban las vacunas y causan muertes de a miles porque se salvan a costa de quienes precedían en una fila que no existe ni tiene ningún fundamento epidemiológico consistente. Aquí: aceptación difusa de culpabilidad, renuncia de un ministro en el medio del temporal, coacción y pánicos morales, sinrazones recurrentes. Es necesario anotar la circunstancia como un problema de primera magnitud; de ninguna manera como un evento olvidable (porque es la incubación de una memoria infame). El asunto no es sólo lo injusto de la inculpación. Lo que importa es relevar el modo en que se levanta una historia tan disparatada como otras del pasado y tan ostensiblemente dirigida a perdurar en la eternidad. Es un privilegio irónico asistir al nacimiento de tales intoxicaciones y, para más, en forma atónita.
No alcanza con estructurar las necesarias demandas bajo la forma de cambios institucionales, por legítimos que sean (reforma judicial), promover agencias que hacen recomendaciones (INADI, NODIO, defensorías) o quejarnos públicamente. Hace falta configurar un régimen de formulaciones críticas y demandas precisas y concretas, del modo en que proceden los feminismos, las luchas contra el racismo y todas las formas de segregación. Políticas populares situadas en los desafíos actuales de las luchas políticas requieren sistematizar un aprendizaje colectivo de las experiencias homólogas y de sus logros. Son tareas tan pendientes como urgentes. Más allá de los plexos normativos y de lo que puedan aportar, siempre con sus límites, como también sucede con las referencias ejemplares mencionadas, necesitamos promover la apertura de las conciencias, suscitar la noción de que se trata de asuntos pertinentes y necesarios que no hay que subestimar. Tienen tanta relevancia para los colectivos emancipatorios como todo aquello que constituye sus repertorios históricos aceptados. ¿Cuerpos que importan? Black Lives Matter?